La llamada fuerza de
voluntad es ese modo de forzarnos a querer lo que en verdad no necesitamos ni
deseamos sin esfuerzo;
lo que realmente
perseguimos son los efectos del sudor: no el trabajo mismo sino el sueldo.
¿Quién querrá libremente
—sin ánimo de lucro,
sin afán de gloria— levantarse cada día a las cinco de la madrugada, abrir los
ojos a la oscuridad
y encender una
bombilla? Sea escritor, oficinista o panadero, lo que uno anhela es el
rendimiento, el beneficio,
recompensas como
asnales zanahorias que las horas de trabajo matutino y somnoliento nos
reportan.
Pero el hábito
y la estructura terminan haciendo al monje y finalmente estamos en disposición de afirmar
convencidísimos:
«¡Yo quiero lo que
elijo!»
Nuestro deseo natural, por el contrario, reacio a todo esfuerzo
programado, opuesto a la consciencia de la fuerza,
es una caprichosa llama,
fuego que baila, sonámbulo o ciego pero encaminado, hálito libre y sin programa, favorable
no al portador, no al
individuo, cada ejemplar de mono carnicero con alma, identidad e ideas propias,
no,
sino a la frágil salud
de la especie, el culmen de la creación, corona de la vida, el virus más letal
de este planeta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario