jueves, 25 de junio de 2015

La pequeña muerte (II).

¿ U N Á N I M E    Y    L I B R E ?
Leda y el cisne (1864), Auguste Clésinger.


¿Qué nos impide fornicar más? El uno mismo, diría yo, la incapacidad de enajenación. «Todos los hombres —Borges dixit—, en el vertiginoso momento del coito, son el mismo hombre». 

Pero uno lo quiere todo: seguir siendo uno mismísimo y, sin embargo, disgregarse, perderse en otro. Y la unión plena, sea en la cama o en una alianza militar, pasa por la anulación de la individualidad de las partes que la conforman. «¿Unánime y libre?», se preguntaba Paco Miranda Terrer. Imposible. A menos que consideremos la enajenación sexual una liberación. 

El verdadero deseo es impersonal, tanto en lo que se refiere al objeto deseado como al deseante sujeto. Tal y como uno no decide tener hambre (patologías aparte) y simplemente la tiene antes de elegir alimento, del mismo modo el apetito sexual es involuntario y anterior a la elección de compañero de cama. Pero rara vez se siente uno colmado. Ensimismados, narcisos y onanistas, nadie nos parece a la altura; uno se olvida, en cambio, de sí mismo, de los propios gustos y expectativas, de quien se es, y todo fluye. Bien mirado, el sexo y el afecto con afán de protagonismo parecen una contradicción en los términos. 

La única excepción a esta regla sería alcanzar la categoría de mito o leyenda viva, de diosecillo de algún olimpo o del show business. (Y entonces lo que uno recibiría sería simple y repugnante adoración, si no prostitución sin horario y en exclusiva.) Pero los dioses no fornican con iguales; para los dioses el común de los mortales es poco más que un bichejo. De ahí que hayan sido tan proclives a bestializarse a sí mismos con el fin de permitirse joder con nosotros. Casi cabría decir que el sexo divino es zoofílico por definición: Yavé se desdobló en padre y en paloma para engendrar un hijo; Zeus se metamorfoseó en toro para yacer con una jovencita llamada Europa; y sabido es que los Pastores montan y cabalgan a sus mansos rebaños. Y de ahí, del endiosamiento previo de uno mismo, la necesidad de divinizar el objeto o destinatario del impersonal deseo. El cristianismo virginizó y divinizó a María porque ¿cómo iba el único y verdadero dios a cohabitar con una vulgar mortal, con una mera criaturita? 

Los diosecillos y señores complican el asunto del fornicio porque en esencia fornicar es un acto eminentemente plebeyo, tan vulgar y común que hasta los animales lo practican. Por eso el caballero necesita idealizar a su dama (al fin y al cabo una hembra más cuando está en cueros y con la vagina húmeda, pero, eso sí, ideal hasta la idiocia) y se inventa el amor cortés, pues cohabitar con una simple mujer sería rebajarse al nivel de la muchedumbre. ¿Pero quién, precisamente, fornica mejor que los anónimos integrantes de la turba, esa legión de don nadies?

El teorema es simple: a más ego, menos nosotros. Y el sexo y el amor son cosa —sueno perogrullesco, lo sé— de por lo menos dos.  

Baudelaire (en Mi corazón al desnudo) es capaz de decir todo esto en dos líneas:

Sólo la bestia jode bien y la fornicación es el lirismo del pueblo.

Joder es aspirar a entrar en otro, y el artista jamás sale de sí mismo. 

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