martes, 16 de junio de 2015

La mayor desgracia del escritor contemporáneo.

¿ A L G O    Q U E    D E C I R ?

Hoy la mayor desgracia de un escritor con pretensiones económicas es tener algo que decir. «¿Algo que decir? ¡Uf! Malo...», musitan mordisqueándose un pellejito del pulgar los editores. «¡Pero éste quién se habrá creído que es!», le escupen a un subalterno los jefecillos de sección de cultura de los rotativos, y añaden con indignada chulería: «¡Aquí los únicos que dicen algo trabajan para nosotros!». ¿Opinar libremente? Para eso están los comentarios a las noticias digitales, previo filtro. O se abre uno su blog ¡y a largar en el desierto cibernético se ha dicho!

Hoy todo son formas, maneras, diseño, estilo. Y déjate de contenidos, chavalote, que la jodes con todo el equipo. ¡Para manufacturar contenidos ya están los académicos y especialistas y los suplementos culturales! El vaciado aún no es completo, pero ya falta poco.

Hoy se llevan los escritores resultones, a la última, pintones pero insustanciales, ligeritos pesadísimos con mucha pose, mucha labia y poca savia, supuestos enfants terribles del intelecto incapaces de aterrorizar a una monja, rimbauds con dos siglos de retraso que se cascan como mínimo sus cincuenta castañas de buena vida.

Si quieres escribir, opinar y tener público, ahí tienes a los pseudointelectuales televisables de tertulia o debate y ahí tienes a esos auténticos pensadores a quienes sí dan cancha porque desacreditan a la perfección su propia condición. Mira, por ejemplo, el logrado hazmerreír de un Žižek, cuyo acentazo eslavo en inglés y cuyos continuos tics faciales y espasmos corporales sepultan o al menos sofocan bajo una losa de apariencia circense todo cuanto tenga —y tiene mucho— que decir. Mira a Escohotado, ese casposo y decadente progre exhibiendo y defendiendo de palabra y de hecho —reconozcamos su coherencia— la degeneración y el baboseo.

Mi propia generación literaria, al menos hasta el momento, no ha estado a la altura de nuestros tiempos. Y no por motivos propiamente literarios. El escritor de éxito de mi edad ha llegado adonde ha llegado (pero ¿ande ha llegao, dime, además de a hozar en las migajas en metálico que los porqueros instituidos aventan a los de su especie, a dar mucha grima y a figurar en cuatro fotos?) por su no incorrección, por callarse la boquita, si es que alguna vez tuvo algo que decir.

Hoy por hoy lo que mejor hacen los escritores es el ridículo. Bukowski fue una excepción, y no el comienzo de nada sino la clausura de algo. Leonard Cohen o Lou Reed se lo olieron y terminaron aunando alta literatura y música popular, aunque ya hasta el rock esté oficializado.

Hoy día el escritor de verdad, el librepensador que tenga algo que decir y algún talento para poner una palabra detrás de otra, carece de público. Se le facilita un público módico, sí, una simbólica palestra, un simulacro de alcance, y se le presta la misma atención que a un mosquito, exactamente la misma que a cualquier otro usuario medio de Twitter o Facebook, y para de contar. Quien quiera verdadera atención que se haga actor o futbolista.

Los buenos viejos tiempos de la modernidad han tocado a su fin. ¡Nos adentramos en el prometedor (si cumplidor, está por ver) siglo XXI! ¡Queridos y queridas clientas y consumidores, usuarios e individuas, mujeros y hombras del nuevo milenio, agárrense bien que vienen muchas y pronunciadas curvas!