Capaz de perpetrar poemas donde fuera, a cualquier hora, en papel o pantalla,
con lluvia, sol o hambre sin distingos, el poeta concluyó que los factores
atmosféricos, las coordenadas espaciotemporales y demás fenómenos externos le
afectaban más bien poco a la hora de componer versos. Lo verdaderamente
determinante era el estado anímico, el espacio y el tiempo internos. Ejemplos
hay de alegres himnos redactados en prisiones, decía, y de lapidarios epigramas
o elegíacos lloriqueos en palacios.
En el dentista, en pleno aterrizaje, en una fiesta loca o durante un
velatorio, entre la muchedumbre, en solitario, rodeado de risas, gritos y
cantos, envuelto en música, a la luz del día, en la alta noche, caminando en el
bosque o sentado en un lúgubre vagón de metro, tomando el sol sobre un colchón
de aire mansamente mecido por las aguas del Mediterráneo, trabajando en una
fábrica, cansado de servir cafés y cañas, en letrinas y camas, azoteas o
sótanos, a cien por hora en un utilitario de segunda mano, hastiado en los
atascos, en la cola del banco, empujando el chirriante carrito a rebosar
de envases y alimento por los iluminados y uniformes corredores del
supermercado más próximo…
Y en todas partes su inteligencia y sus sentidos se encontraban siempre en otro
sitio, su ser era un estar mirándose reconcentrado el abismo de sí mismo, en su
vida secreta, toda ciencia trascendiendo, en la vorágine del propio ombligo, la
pelusilla del yo más íntimo, el espejo convexo de la página prácticamente
en blanco.
Merodeando a tientas, sonámbulo en pos de la palabra exacta, la gran
imagen, la música del verbo, la apoteósica cadencia de vocablos grávidos, el
chorro definitivo de verdades descubiertas, perdido pero rumbo a una sabia
ignorancia, paso a paso avanzaba el vate por los asolados aposentos de la casa
(a veces mansión, otras choza) del lenguaje poético.
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