Pedí uno con leche y un par de porras. En la barra había un ejemplar de El País
y empecé a hojearlo. La misma basura de siempre, variaciones sobre un
tema único, el recuento diario de los desvaríos del mamífero vertical:
la caída en picado de economías, algo de terrorismo, estatal o privado,
el presidente y su sonrisa, escándalo en las altas esferas,
famosos, payasadas, millones por meter goles, empapó una de las
porras en el café, tres cuartos de la población mundial con hambre para
que el resto tuviera elevalunas eléctrico en el coche y suficiente
tiempo libre para ser idiotizados hasta las uñas, los 225 hombres más
ricos del mundo poseían más capital que los 2.500 millones de pobres,
volvió a empapar la porra, el orden del caos, el equilibrio del
desequilibrio, la condición humana sin tapujos, con cuentos chinos a
otra parte, sin olvidar las violaciones de rigor, las salvajadas de
turno, como ese hombre que había
machacado a golpes y finalmente apuñalado a su mujer tras diez años
propinándole palizas semanalmente, otra página, otra porra, exposiciones, presentaciones,
felaciones, estreno en Gran Vía, una top model había
publicado sus memorias y 100.000 personas habían comprado el libro, el
último pedazo de porra, un intelectual que no había pensado en toda su
vida y redactaba mil páginas al año aseguraba que «a estas alturas
es vergonzoso hablar por hablar», y en eso estuve de acuerdo, más carnaza,
más sensanción, más morralla, un descerebrado había recibido un importantísimo
premio musical y sus más acérrimos seguidores habían aplaudido mucho, un
nuevo cohete subiría al cielo, muy pronto... Y aún me faltaba hojear las páginas
finales, las de la programación televisiva, pero yo no veía la caja
tonta. Así que sorbí el poco café que quedaba
en la taza, arranqué el crucigrama para el viaje en metro y cerré aquel catálogo del delirio.
Las porras, por cierto, estaban de muerte.
(Escrito a mediados de los años noventa. Las cosas «oficiales» no han cambiado tanto: podría ser el periódico de hoy mismo.)
Las porras, por cierto, estaban de muerte.
(Escrito a mediados de los años noventa. Las cosas «oficiales» no han cambiado tanto: podría ser el periódico de hoy mismo.)
El catálogo no da miedo en sí mismo quizás estamos vacunados.
ResponderEliminarLo que da pavor es nuestra indolencia y sobre todo esa banalización final, que parece que es lo único que nos queda, ¡las porras cojonudas, oiga!