L A M Í S T I C A D E L A C A R N E
Para fornicar con convencimiento hay que enajenarse transitoriamente. Hay que dejar de
ser uno mismo por un instante para así obedecer abiertamente a ese deseo
ciego, terco y descabezado, simiesco y turbio, ancestral y colectivo,
del que tanto y tan bien hablara Schopenhauer. Para cohabitar hay que
des-en-sí-mismar-se.
Quien cohabita no es «uno mismo» sino el oso que conmigo va (Delmore Schwartz dixit) o —como nuestro Jota Erre lírico dijera— ese que va a mi lado sin yo verlo. Pero nunca, salvo enamoramiento, será posible que uno
siga siendo uno a la vez que se une a otro.
Así que nos mandamos a nosotros mismos un rato a paseo y
entonces es fácil sentirse masa en petit comité. ¿No es acaso cohabitar
sentirse masa a dúo (o en trío, con un poco más de suerte)?
Cohabitar es dejar de ser individuo. Por eso gusta tanto, en realidad.
Lo malo es que dura lo que un chasquido de dedos.
A menos que dé uno en místico (y no por casualidad los sanjuanes y
santateresas que en el mundo han sido parecen alcanzar el estertor en
sus versos), el sexo es lo más cercano a salir de la ilusión de la
individuación (a la que Schopenhauer llamaba representación o —siguiendo
al pensamiento hindú— velo) y de residir aunque sea unos minutos en la realidad
(Schopenhauer hablaba de voluntad).
El orgasmo es hacer que el mundo deje de ser por un rato
representación y que se muestre directamente en nosotros, sin disfraces,
como voluntad.
El orgasmo es la mística de la carne.
¡Como para no estar deseando vivir en el estertor!