Cuando uno mira atrás es difícil no caer en la engañifa de ver un destino, un patrón, un sentido, un plan. Pero no. Se adentra uno entre las inmaculadas y móviles dunas de la vida y cuando el cansancio le para los pies y por fin se ve la soledad (en movimiento es imperceptible), uno empieza a necesitar reafirmarse, a justificar sus pasos, necesita uno calmarse. Y entonces vuelve atrás la vista y descubre sorprendido que había un camino… Así es como hoy el único destino nos parece ser el pasado, lo vivido, lo que nos hemos hecho.
Pero
aunque ahora hablemos de destino retrospectivo, continúa latiendo
subrepticia la ladina creencia en el sentido, un sentido autoconferido.
Pero no. La tragicomedia no tiene sentido. Y el uno mismo es una ficción
útil, una mentira edificante, que en última instancia es un simulacro
de divinidad personal. Buscarle sentido a algo es en el fondo temerlo y
despreciarlo simultáneamente. O se abraza el absurdo o se niega la vida.
Las ideas, por muy metafísicas que puedan
parecer, se ajustan a nuestro estado de ánimo. Si me dieran ahora mismo
el Nacional de Literatura, varios quilitos y un harem, mi Weltanschauung
viraría en cuestión de horas a un sistema más leibniciano. Si me tocara
bien tocada la lotería es posible que en breve terminara justificando, cándido de mí,
la injusticia universal.
Sea como sea, si todo es azar (el total fluir de
Heráclito o el inocente y trágico devenir nietzscheano son expresiones
de esa misma idea), ¿qué culpa tenemos tú y yo? ¿Por qué sufres,
hipócrita lector, por qué sufrimos más de lo natural?
Todo dolor es relativo. Baudelaire lo dice con retranca: Toda enfermedad es mental salvo la gonorrea.
El problema no es el mundo. El problema está en nosotros mismos. El verdadero
problema no es lo que uno tiene o no tiene, más o menos dinero, más o
menos reconocimiento, más o menos sexo (los hay que
tienen muchísimo menos de todo ello y sufren menos que tú y yo). ¿Acaso has
estado satisfecho alguna vez en tu vida? La infancia y los momentos de
éxtasis (místicos o sexuales, literarios o etcétera) no cuentan. Hablo
de periodos, no de instantes o momentos.
El
vitalismo trágico viable, no el grandilocuente y megalómano, consiste
en dar la batalla sin el anzuelo de la victoria. La victoria, además, es
mentira; y por tanto también la derrota. Nadie gana ni pierde. Nada
vence a nada. Todo es un mismo fluir.
El más
acuciante problema de media humanidad actual (y me incluyo, faltaría
más) es que se siente fracasada. ¡Qué ilusos somos y hemos sido! ¿Qué
nos habíamos creído que era esto? ¿Una fiesta? El universo, azaroso o
no, la sociedad, el vecino, la parienta, no son los responsables de que
nuestros delirios o ilusiones se malogren. La culpa fue del soñar. El
veneno inicial fue la promesa del paraíso de las religiones monoteístas,
que han asolado la dicha terrenal.
Los asiáticos
aún pueden ser felices. Tal vez también los africanos, afroamericanos y
descendientes de las culturas precolombinas que no han sido contaminados
por el cristianismo y por la posterior fe occidental en el progreso,
la tecnología y el dinero. Nosotros, en cambio, me temo que ya no.
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