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Pintura rupestre de la Cueva Morella (Castellón). |
Sólo nuestro narcisismo intelectual podía llevarnos a afirmar que la naturaleza imita al arte, previo paso por la afirmación contraria, igual de falaz y narcisa: el arte imita a la naturaleza.
Es la cultura (los humanos que la conforman), y no la naturaleza, la que imita al arte.
El arte, al hacernos primero mirar y después ver el mundo y a nosotros mismos bajo una luz distinta, nos propone modos de ser. Pero lo que cambia primeramente no es el mundo sino nuestro modo de concebirlo; es decir: nosotros mismos. El mundo, a efectos prácticos, no es ni más ni menos que nuestra concepción de la realidad.
El arte parasita o transforma la cultura en la que se gesta, tal y como la mala hierba obstaculiza o imposibilita en sus inmediaciones el florecimiento de vida productiva, tal y como el árbol altera y reanima la tierra que lo sustenta.
La incidencia social del arte casi siempre se debe a una de sus más claras características: su poder de seducción. (No otra cosa ocurre con la propaganda o la publicidad, que carecen en cambio de los atributos positivos del arte, valga como ejemplo su inservilidad.)
Al igual que en los demás ámbitos humanos, el hombre en tanto que animal cultural sigue al hombre en tanto que animal creador. Muchos hombres, pues, siguen a algunos: en el ámbito social, a los verdaderos detentadores del poder o a sus representantes, sean de la calaña que sean; y en el privado, a los artistas, independientemente de su ralea.
Toda obra de arte, incluidas aquellas al servicio del status quo, propone un modo de ser. A veces las propuestas son inauditas. Con el tiempo, algunas (en un tanto por ciento variable dependiente de factores tanto intrínsecos como extrínsecos a ellas) se asientan, se colectivizan y terminan fosilizando como nuevos componentes culturales, hasta que con el tiempo son a su vez desbancadas por nuevas propuestas.
En principio esto no tiene nada de reprobable. El problema reside en la selección y promoción de obras, de modelos, de realidades posibles. El poder siempre apoya y pone a su servicio los discursos que le favorecen; el siglo XXI no es una excepción. Pero la característica más honrosa del arte sigue siendo no servir.
El arte se crea y se destruye a sí mismo incesantemente, transformando, de paso, su entorno. Cuando deja de hacerlo, la actividad artística degenera, anunciando con ello el ocaso de la cultura a la que pertenece (y a la que en cierta mínima medida modela); pasando así a servir a los fines de ésta, y no a los suyos propios.
A saber: el cuestionamiento y la regeneración permanentes de nuestra visión de mundo.
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