En toda casa de vecino hay varios modos de abrir boquetes: 1) con una ventana (ventanal o ventanuco); 2) con una puerta (portón o portezuela); 3) con el intento de síntesis de ambos, una puerta acristalada, puertana o venterta; y 4) con un espejo o espejazo, demasiado espejo.
Empecemos por los últimos. Los espejos --a su modo ilusionista, no se olvide-- abren espacios ficticios, copias, falsos dobles, mundos paralelos e intransitables. A la postre, de tanta luminosa reflexión, los espejos, independientemente del tamaño, terminan narcisando mustios.
Las puertas, ah las puertas, correderas, corrientes o giratorias, son artefactos en forma de solapas firmes, opacas y de mayor tamaño que un humano. Estos delgados y firmes artilugios anhelan íntima y hondamente separar espacios, aislarlos, hacerlos invisibles entre sí y protegerlos de sí mismos.
Las comunicativas ventanas, en cambio, esas otras solapas casi trasparentes, son de naturaleza diáfana, fieles aliadas --incluso con cortinas-- del exterior, tan portadoras de una lozana y andaluza curiosidad como posibilitadoras de la más necesaria ventilación.
Las puertas son manufacturas provistas de pulsiones
carcelarias y carácter reservado por naturaleza. Me repito.
Las
ventanas son traslúcidas por puro instinto.
Los espejos, atractivos abismos.
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