jueves, 30 de junio de 2016

EL CAMINANTE Y SUS RÉMORAS


En realidad lo único que hasta la fecha he conseguido leer de Wittgenstein con provecho y digestión completa es la pequeña selección de aforismos Cultura y valor, compuesta de fragmentos sacados de aquí y de allá, diarios, cuadernos, papeles sueltos. Uno puede encontrar afirmaciones como que «en arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada»; o que «el humor no es un estado de ánimo, sino una visión del mundo»; o que «racionalmente no es posible tener ira ni contra Hitler, mucho menos contra Dios». Ahí Wittgenstein está a la altura de los mejores aforistas. Lo que pasa es que el tipo andaba tocado por un ramalazo de absoluto o de mal abismo y le gustaban demasiado las matemáticas, y a menudo se ponía serio. Y era entonces cuando escribía los textos que le han erigido en uno de los grandes pensadores del pasado siglo.

Con todo, creo que Witt era honrado en el sentido hondo de la palabra; es decir: nunca intentó dar gato por liebre, no quiso quedarse con nadie. Pero al fin y al cabo era germánico, y esa pesadez congénita en todo norteño, esa sustancial falta de gracia, deslustran su talento (aquí se salva Nietzsche y para de contar). Tal vez por eso, consciente de sus taras y atraído por aquello de lo que carecía, admirara tanto la cultura inglesa.

Pero su verdadero problema son sus discípulos. Un seguidor es aquel que no sabe definirse más que subiéndose a la chepa de algún gran nombre, un papagayo que se jacta de repetir lo que no entiende (y no lo entiende porque, en lugar de vivirlo él mismo, lo ha aprendido de la vivencia ajena). El problema es que las hordas de seguidores y farsantes saben (qué bien lo saben) que cuanto menos se les entienda más redonda queda la tomadura de pelo. Pero en el fondo no engañan a nadie. Mucho menos a sí mismos.

Quien consigue engañarse a sí mismo es honrado. El que se equivoca convencido de su error logra que su error en cierto modo deje de serlo. En rigor el error sólo es tal cuando se comete conscientemente. Todas nuestras vidas no son más que eso, una sucesión de errores, pero más nos vale vivir sin darnos cuenta de ello. Tal vez también sea ése el caso de Wittgenstein. Y de otros cerebros igualmente privilegiados; de Kant y Heidegger, por ejemplo. No digo que no dudaran nunca de sí mismos, de sus obras, pero al fin y al cabo creyeron en lo que hacían, creyeron en hacer, y sacaron de sí el material para hacerlo. Eso ya es digno de admiración. Siguieron su camino, aunque a la postre no llevara a sitio alguno, como al fin y al cabo ocurre con todo verdadero camino, y lo recorrieron hasta el final y sin mirar atrás. Hicieron lo que tenían que hacer

El propio Wittgenstein se pregunta en algún momento si la filosofía ha hecho algún progreso. Y responde: «Cuando alguien se rasca donde le pica, ¿debe verse un progreso? ¿Si no, no es un auténtico rascarse o un auténtico picor?». 

El problema, insisto, es que mientras a él le picaba el núcleo de su ser, a las legiones de chupatintas que lo vampirizan y tergiversan tal vez no pase de irritarles un leve escozor cutáneo.

domingo, 26 de junio de 2016

REFLEXIÓN PREELECTORAL DE LA MANO DE JENOFONTE


Escultura procedente del templo de Afaya Egina, siglo VI a. C.

«Deseaba a toda costa enriquecerse, quería mandar para obtener más, pretendía recibir honores para incrementar sus ganancias y buscaba la amistad de los más poderosos para no recibir castigo por sus atropellos. Para conseguir lo que deseaba, tenía la idea de que el camino más corto era el perjurio, la mentira y el engaño. En su opinión la sencillez y la verdad eran lo mismo que la necedad. Era evidente que a nadie amaba, y de quien dijera que era amigo, era seguro que contra él conspiraba.»

El parrafito se refiere a un tal Menón de Tesalia, general mercenario griego del siglo IV a. C. Así lo cuenta Jenofonte, que conoció al sujeto, en Anábasis (trad. Ramón Bach Pellicer) o La expedición de los diez mil.

Dos mil quinientos años, ¡veinticinco señoras centurias!, ¿y siguen mandando los mismos?

domingo, 19 de junio de 2016

OTRA VEZ DAN UNA FIESTA LOS SEÑORES

Fotografía de Vivian Maier.

Otra vez dan una fiesta los señores. Hay música ambiental en los jardines, la luz en los rosales que yo cuido, la fresca fragancia del césped que esta tarde, hace unas horas, he regado. Avanzo junto al borde de la piscina, escucho el gorgoteo del agua en el sumidero, el chapoteo de los invitados, sus voces, esas risas sobreactuadas sin sonrisa. Y yo fuerzo la mía sin problema cuando ofrezco canapés, y voy cediendo el paso y cabeceando solícito mientras inadvertidamente me retiro. Van a brindar en el jardín antes de entrar; perfectamente coordinados, ultimamos los entrantes y la mesa. ¡Paf! El corcho del champán por fin resuena. Ya borbotea el vino embravecido sobre las buenas copas (no son las mejores de la casa, ni mucho menos) que entrechocan dulcemente, son alzadas y se vierten en los labios entreabiertos de los comensales. «¡La cena, queridos amigos, está servida!», anuncia alegremente el anfitrión, que no es amigo nuestro sino quien nos paga. Termino de encender los candelabros y, atusándonos el nuevo uniforme (a mí me queda algo ceñido), nos encaminamos diligentes a recibirlos con nuestras reverencias a la entrada del gran comedor.

jueves, 9 de junio de 2016

TODA CIENCIA TRASCENDIENDO


Capaz de perpetrar poemas donde fuera, a cualquier hora, en papel o pantalla, con lluvia, sol o hambre sin distingos, el poeta concluyó que los factores atmosféricos, las coordenadas espaciotemporales y demás fenómenos externos le afectaban más bien poco a la hora de componer versos. Lo verdaderamente determinante era el estado anímico, el espacio y el tiempo internos. Ejemplos hay de alegres himnos redactados en prisiones, decía, y de lapidarios epigramas o elegíacos lloriqueos en palacios. 

En el dentista, en pleno aterrizaje, en una fiesta loca o durante un velatorio, entre la muchedumbre, en solitario, rodeado de risas, gritos y cantos, envuelto en música, a la luz del día, en la alta noche, caminando en el bosque o sentado en un lúgubre vagón de metro, tomando el sol sobre un colchón de aire mansamente mecido por las aguas del Mediterráneo, trabajando en una fábrica, cansado de servir cafés y cañas, en letrinas y camas, azoteas o sótanos, a cien por hora en un utilitario de segunda mano, hastiado en los atascos, en la cola del banco, empujando el chirriante carrito a rebosar de envases y alimento por los iluminados y uniformes corredores del supermercado más próximo… 

Y en todas partes su inteligencia y sus sentidos se encontraban siempre en otro sitio, su ser era un estar mirándose reconcentrado el abismo de sí mismo, en su vida secreta, toda ciencia trascendiendo, en la vorágine del propio ombligo, la pelusilla del yo más íntimo, el espejo convexo de la página prácticamente en blanco. 

Merodeando a tientas, sonámbulo en pos de la  palabra exacta, la gran imagen, la música del verbo, la apoteósica cadencia de vocablos grávidos, el chorro definitivo de verdades descubiertas, perdido pero rumbo a una sabia ignorancia, paso a paso avanzaba el vate por los asolados aposentos de la casa (a veces mansión, otras choza) del lenguaje poético.