En realidad lo único que hasta la fecha he conseguido leer de
Wittgenstein con provecho y digestión completa es la pequeña selección
de aforismos Cultura y valor,
compuesta de fragmentos sacados de aquí y de allá, diarios, cuadernos,
papeles sueltos. Uno puede encontrar afirmaciones como que «en arte es
difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada»; o que «el humor
no es un estado de ánimo, sino una visión del mundo»; o que «racionalmente
no es posible tener ira ni contra Hitler, mucho menos contra Dios». Ahí
Wittgenstein está a la altura de los mejores aforistas. Lo que pasa es
que el tipo andaba tocado por un ramalazo de absoluto o de mal abismo
y le gustaban demasiado las matemáticas, y a menudo se ponía serio. Y era entonces cuando
escribía los textos que le han erigido en uno de los grandes pensadores del pasado siglo.
Con todo, creo que Witt era honrado en el sentido hondo de la palabra; es decir: nunca intentó dar gato por liebre, no quiso quedarse con
nadie. Pero al fin y al cabo era germánico, y esa pesadez congénita en
todo norteño, esa sustancial falta de gracia, deslustran su talento
(aquí se salva Nietzsche y para de contar). Tal vez por eso, consciente
de sus taras y atraído por aquello de lo que carecía, admirara tanto la
cultura inglesa.
Pero su verdadero problema son sus discípulos.
Un seguidor es aquel que no sabe definirse más que subiéndose a la
chepa de algún gran nombre, un papagayo que se jacta de repetir lo que
no entiende (y no lo entiende porque, en lugar de vivirlo él mismo, lo
ha aprendido de la vivencia ajena). El problema es que las hordas de
seguidores y farsantes saben (qué bien lo saben) que cuanto menos se les
entienda más redonda queda la tomadura de pelo. Pero en el fondo no
engañan a nadie. Mucho menos a sí mismos.
Quien consigue
engañarse a sí mismo es honrado. El que se equivoca convencido de su
error logra que su error en cierto modo deje de serlo. En rigor el error
sólo es tal cuando se comete conscientemente. Todas nuestras vidas no son más que
eso, una sucesión de errores, pero más nos vale vivir sin darnos cuenta
de ello. Tal vez también sea ése el caso de Wittgenstein. Y de otros
cerebros igualmente privilegiados; de Kant y Heidegger, por ejemplo. No
digo que no dudaran nunca de sí mismos, de sus obras, pero al fin y al
cabo creyeron en lo que hacían, creyeron en hacer, y sacaron de sí el
material para hacerlo. Eso ya es digno de admiración. Siguieron su
camino, aunque a la postre no llevara a sitio alguno, como al fin y al
cabo ocurre con todo verdadero camino, y lo recorrieron hasta el final y
sin mirar atrás. Hicieron lo que tenían que hacer.
El propio Wittgenstein se pregunta en algún momento si la filosofía ha
hecho algún progreso. Y responde: «Cuando alguien se rasca donde le
pica, ¿debe verse un progreso? ¿Si no, no es un auténtico rascarse o un
auténtico picor?».
El problema, insisto, es que mientras a él le
picaba el núcleo de su ser, a las legiones de chupatintas que lo
vampirizan y tergiversan tal vez no pase de irritarles un leve escozor
cutáneo.