La
escritura es adictiva. Son pocos los que han conseguido cerrar de veras
el pico: Rimbaud, estrafalariamente; Rulfo, con suma elegancia;
Pavese, colmo de la paradoja, teatral y aspaventero, avisando,
registrándolo calculada y previamente en su diario.
Probablemente haya ejemplos mejores que no recuerdo o ignoro. También
están los ejemplos puros, es decir, aquellos que no tuvieron que
callarse porque nunca abrieron la boca, quién sabe si por estupidez,
falta de necesidad, impericia o lucidez. Habrá, probablemente, casos y
casos. Ya no importan, claro. Nunca importaron. Al fin y al cabo lo
único que cuenta, lo que en realidad somos, no es más que lo que hacemos
(como dice no sólo Sartre, aunque sólo él intentara construir un
sistema basándose en ello). Y aunque la omisión sea también en cierta medida
una forma de acto, en literatura el silencio sólo suena cuando
previamente se ha hecho ruido.
Otra cosa distinta es pretender
expresar el silencio con el ruido, la ineficacia de todas las palabras
en lo que al dolor y al amor se refiere, el absurdo de todos nuestros
desvelos, lo ficticio de nuestras ilusiones, lo efímero e irrisorio de
toda posteridad. Hasta las piedras serán polvo. La literatura que más me
interesa es la que no olvida nunca ese silencio, ese vacío de fondo.
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