De las llamadas ciencias humanas, siempre he sintonizado especialmente con la perspectiva antropológica. Se ocupa del hombre sin olvidar a la bestia, sin perder de vista que seguimos siendo un animal más:
«La especificidad de la sexualidad humana.— La hembra humana es la única entre los primates que no tiene periodo de celo: no se pone "caliente" durante la ovulación. Durante algo menos de 4 millones de años —momento en que los biólogos moleculares sitúan la separación entre homínidos y chimpancés— la hembra humana no ha tenido la capacidad de atraer a los machos únicamente durante la época más propicia para concebir. Permanentemente atractiva, permanece receptiva incluso durante el embarazo, toda una anomalía entre los seres vivos. En consecuencia, la preocupación sexual rara vez está del todo ausente en nuestra especie: sólo durante la infancia y la vejez extrema experimentamos largos periodos de calma sexual, que es lo más habitual entre los demás mamíferos. A la rivalidad entre los machos permanentemente excitados se ha de añadir la no menos tenaz rivalidad entre las hembras. Cada una de ellas se esfuerza al máximo por no resultar menos atractiva que aquellas a su alrededor, echando mano de astutos dispositivos con los que paliar, digámoslo así, el irresistible atractivo del celo. Así es como la naturaleza da paso a la cultura.» (Claude Masset, «Prehistoria de la familia», en Historia de la familia, eds. Burguière, Klapisch-Zuber y otros, París, 1986).
¡Y entonces fue —añado yo— cuando brotó la religión!
Sin haberle dedicado reflexión suficiente al asunto, tiendo como un resorte a sospechar que la religión, al menos en su nacimiento, estaría íntimamente relacionada con la frustración sexual. Me explico: al primer homínido débil o enfermo —y por eso mismo más sensible y pensante— con el que la manada no contó para procrear, a ese infeliz no le quedó más remedio para sobrevivir que la sublimación del instinto. (Además, probablemente, estuviera puesto hasta las trancas de alguna planta alucinógena...)
De ahí a divinizar la fertilidad femenina no había más que una zancada. El siguiente paso, la divinización del macho, ya no es prehistoria sino historia, como testimonia el culto de los helenos al falo.
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