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Francis Bacon, Autorretrato (1978). |
Nervioso, J va oyendo la mezcla de eco y taconeo de cada uno de sus pasos. A pesar de ser las cinco de la madrugada, aún o ya hay coches circulando por las calles. Los habrá cuyos conductores vuelvan —como él mismo— a casa después de deambular horas y horas, no sabiendo en busca de qué, por los bares del casco antiguo, y los habrá que se dirijan recién levantados, un día más, entre bostezos, al trabajo. Piezas válidas y piezas que no encajan, el día y la noche, la cara y la cruz de una moneda. Y J camina calle arriba, preocupado. No lo ha pensado en toda la noche, horas y horas charlando en los bares y no ha querido pensarlo. Seis o siete horas solucionando de boquilla el mundo, conspirando contra lo establecido, jugando a los rebeldes, y ahora que vuelve a casa siente el miedo. Su padre. Seguro que estará esperándole, como siempre. Seguro que le oye entrar. Ya es inútil llegar cinco minutos antes pero J acelera el paso a la vez que se dice así mismo un «¡que diga lo que quiera!», tibiamente envalentonado y sin convicción. Llega al portal y sube las escaleras con cuidado, pensando que le da igual lo que ocurra pero intentando no hacer ruido, como si así pudiera evitar el encuentro. Una vez ante la puerta, finge ante sí entereza, pero la fuerza y la velocidad de sus latidos lo delatan. Introduce la llave muy despacio y la hace girar con suavidad, pero es tanto el silencio nocturno que el clac de la cerradura le perfora la conciencia y se le clava en la espalda como un erizo de púas invertidas. «Ya está, ya me han oído», y sigue con el autoengaño, aterrorizado, y cierra sigilosamente, controlando el terror, antes de encaminarse a tientas y de puntillas hacia su cuarto. Entonces oye los pasos y da un respingo. Se queda tieso, paralizado, en mitad del pasillo. Es su madre. A medida que ella se acerca, J empieza a entrever en la oscuridad el cuerpo adormecido de su progenitora en camisón, su rostro desfigurado por el sueño. «¿Te parece bonito?», le espeta ella con una voz cavernosa, estridente en medio de tanta quietud, una voz poseída, desencajada, como la voz del que habla dormido. Y de detrás de la silueta llegan el clic de un interruptor y la poca luz que deja pasar la puerta entreabierta del dormitorio de los padres. «Contentos nos tienes», insiste la madre. Y J no contesta; le enfurece y al mismo tiempo que le asusta comprobar que sí, que le están esperando. Los dos. Como hienas al acecho. Creyendo que le va a servir de algo, fingiendo una naturalidad ridícula (pero de la que cree estar convencido y a la que se agarra como si fuese lo único cabal en ese instante, igual que un náufrago a un tablón podrido en mitad del océano), pretendiendo enmascarar su pavor tras una indiferencia y una calma falsas, J da la espalda a la madre (que sigue frente a él, ahora más cerca, alcanzando ya a clavarle una mirada recriminatoria), entra en su cuarto y empieza a desnudarse. Y cuando se agacha para desatarse los zapatos nota en la nuca la mirada del padre. Entonces un escalofrío sin espasmo, como un estremecimiento que se expande hasta el último rincón de su cuerpo, una patente forma de pánico físico, le inmoviliza. «Eh, tú —le espeta el progenitor— ¿qué?» Y J no sabe qué decir. Se queda rígido, intimidado, servil. Temeroso, levanta la cara y se encuentra con la del padre, fruncida e iracunda. Detrás, desde el quicio de la puerta, la madre observa la escena. Y J, en un último esfuerzo por mantenerse en sí, intenta articular algo, lo que sea, plantar cara, pero se le apelmaza la lengua y sólo llega a proferir una mezcla de palabras entrecortadas, carentes de significado lógico pero cargadas en lo más profundo de otro tipo de sentido. «¡Te voy a meter una hostia…!», le interrumpe el padre, levantando una mano que significa todo el poder y toda la autoridad. «A ver, a ver, ¿qué tienes que decir?» Pero J ya ha tocado fondo, ya ha encallado y entonces la paradoja que lleva dentro se resuelve y por fin su miedo presente y el recuerdo del miedo de otras veces, la vejación de ese momento junto con las vejaciones anteriores, su frustración continua y su eterna impotencia, todo eso se aúna hasta dar forma a una avalancha de odio que sale a flote volcánicamente, como un chorro de violencia repentina, la misma violencia de la que tantas veces ha sido víctima, la misma violencia que por primera vez está a punto de perpetrar) y fuera de sí o quizás más él mismo que nunca, como un perro rabioso que logra liberarse de las correas después de tanto tiempo atado, J arremete contra la autoridad con un chillido animal y golpea con los puños el rostro estupefacto del padre que choca contra la pared, cae al suelo y allí se queda, inmóvil, aturdido, sin creer aún lo que acaba de ocurrir, fijos los ojos en el vástago que por primera vez le sostiene la mirada de tú a tú, su hijo, J, ese extraño que no puede explicarse lo que acaba de hacer pero que jamás antes se había sentido tan libre y tan solo.
-No debo tener miedo. Seguro que lo entiende. Tampoco es tan tarde.
ResponderEliminar¿J, eres tú?
-Sí, soy yo, ¿qué?
- ¿Por qué no viniste un poco antes?
- Tu padre preguntó por ti, acaba de morir.
- ¿Y que quieres que haga? ¿Llamo a la policía?
- Sí, por favor, llama.