La
furgoneta se mueve ligeramente arriba y abajo al compás de las embestidas.
Aunque son más de las dos de la noche de un domingo invernal, de cuando en
cuando pasa algún que otro transeúnte junto al automóvil. Las ventanillas
empañadas, además de hacer de cortinas, confirman lo que el ligero vaivén de la
carrocería hace suponer.
—¿Así? —pregunta el chaval, probando a moverse desde otro ángulo y
separándose menos a cada sacudida, como queriendo que sus entrepiernas no dejen
de estar en contacto ni una décima de segundo.
—Sí —miente ella, disimulando el dolor en la penumbra—, así está bien.
—¿Así te gusta? ¿De verdad?
—Sí, mi amor, sí.
Están en los
asientos traseros. Ella debajo, medio desnuda y despatarrada, inerte, la cabeza
le choca contra una de las puertas laterales con cada vaivén y con las manos
amortigua los golpes, y él encima, encabritado, sudoroso y jadeante, los brazos
en tensión, como dos pilares, contrayendo y endureciendo el culo a cada ida y
relajándolo a cada venida.
—Te gusta así, ¿verdad? ¿Verdad que te gusta? —insiste él, acelerando el
ritmo.
—Sí. Sí... Así.
—Tócame, tócame —gruñe él.
—Sí… Así… Ay… Así… —sigue correspondiendo ella. Y le agarra de las
nalgas.
—¡Agj! ¡Agj! —los ojos cerrados, una mueca de éxtasis desfigurándole el
rostro.
—Sí, sí —ella, con algo más de énfasis—, así… Sí… Sí…
—¡Aaaaagj! —sentencia el chico.
Y baja. Y se besan. Y se desploma sobre ella.
Al poco se separan. Ella le quita inmediatamente el preservativo y comprueba
que no tenga fugas. Él se queda
tranquilo, satisfecho, desperezado, los ojos cerrados y los pantalones por las
rodillas, jadeante como un animal, y se enciende un cigarrillo. Ella alcanza su
bolso del asiento delantero, saca un pañuelo de papel y se limpia ocultando su
asco, luego abre la ventanilla y lo tira. A continuación se sube las bragas, se
baja la minifalda, se coloca un poco la blusa y se atusa con un retoque el
matojo de pelo revuelto.
—Quita —le dice al chico.
Él da una calada y exhala el humo hacia el techo de la furgoneta antes
de hacerle caso. Echa las piernas a un lado y deja que la chica pase al asiento
delantero. Después vuelve a ponerse cómodo y da una nueva calada, y otra más, y
al final lanza la colilla por la ventana.
—Así que te ha gustado ¿eh? —dice el chaval, empezando a subirse los
calzoncillos.
Ella no dice nada, sigue pintándose los labios en el espejo retrovisor.
—¿No contestas? —apretándose el cinturón.
—Sí, sí, ha estado bien. —Se relame a sí misma, guardando el
pintalabios. Después mira al frente y dice: — ¿Nos vamos?
El chaval pasa al volante y arranca la furgoneta mirando a la chica.
—¿Qué te pasa?
—No —dice ella—, nada. Que ya es tarde y ya sabes cómo es mi padre.
—Sí.
Por fin, da marcha atrás y —describiendo un cuarto de círculo— la
furgoneta sale de la hilera de utilitarios aparcados en batería, frena, parece inmóvil
un instante y luego vuelve a ponerse en movimiento en sentido contrario, hasta abandonar
esa calle.
A los pocos segundos un inquilino de esa manzana que lleva ya rato
buscando aparcamiento, llega, frena y ocupa el hueco.
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