Invierno. Madrugada
de domingo. Zona industrial en la periferia. La mayoría de las fábricas
descansa a la espera de un nuevo amanecer y otra semana. Calles desiertas y
farolas, contenedores de basura, pasos de cebra sin peatones. No hay luna y
hace viento y frío. El rumor, la presencia de la gran ciudad de fondo, su
cúmulo de luces unidas en una sola luz parpadeante y difusa. Un poco más allá,
edificios, calles, una barriada entera en construcción, perros que ladran y
vigilantes de seguridad pasando frío. En los laterales de las avenidas recién
bautizadas, coches ocupados por parejas sin cama, las ventanillas opacas por el
vaho del esfuerzo. Algunos de estos coitos son el origen de los ciudadanos que
habitarán los nuevos pisos y de la mano de obra que relevará a la actual en las
fábricas. Más allá, al final de la calle, poco antes de entrar en campo abierto
y en una de las obras menos avanzadas, un vigilante jurado tirita sentado en
una caseta e intenta hacer el crucigrama de un periódico a la luz de una
bombilla sucia y desnuda. Qué tendrá que ver tanta salvajada, tanta desgracia
conmigo, con mi vida, se ha preguntado poco antes, tras hojear la prensa. Un presidente bombardea a otro. Un huracán asola Florida. Un nuevo
terremoto se lleva por delante a trescientos desgraciados. Un albañil cae de un
andamio, muere y ya no almuerza. Un padre de familia asesina a su mujer y a sus
tres hijos y después se descerraja un tiro en la boca. Descarrila un tren y muere un
centenar y medio. Dos niños muertos y seis personas heridas al ser incendiado
su domicilio. Pero su vida sigue igual. A la vez, entre titular y titular, ha
cenado. Ese día su mujer le ha preparado unas croquetas de pollo y una tortilla
francesa. Frío no es lo mismo, pero tenía hambre. Después se ha servido una
buena taza de café del termo, eso le ha ayudado a entrar un tanto en calor,
y ha pasado a la sección de deportes. A un chaval de dieciocho años le van a pagar una millonada anual por patear un balón y él allí pasando seis de cada
siete noches a la intemperie por setecientos míseros euros
mensuales. Esto sí, esto sí tiene que ver conmigo, ha pensado, y no las
desgracias y los conflictos raciales de no sé dónde. Ahora hace el autodefinido.
La mitad de las preguntas ni las entiende, pero él lo intenta. Por matar el
tiempo y por olvidar el espacio. País africano cuya capital es Bamako. ¿Y a quién cojones le importa
eso? Azotaina, tunda. Príncipe visigodo que se convirtió al catolicismo.
Ajedrecista español de la época de Pomar. Ni puta idea. Además está volviendo a
quedarse helado y lo mejor será hacer una ronda y calentar un poco los
músculos. Así que toma la linterna, se levanta y sale. Hace mucho frío. Se
sopla las manos, las frota entre sí. Los dedos de los pies no los siente. Se
mueve, se abraza a sí mismo y da unos cuantos pisotones antes de echarse a
andar. Aunque está solo, se acerca a la verja y se ladea antes de bajarse la
bragueta y mear. Humea la orina y chisporrotea al chocar contra la piedra. Ni
un servicio me han puesto. El día que me entren ganas de… Se la sacude, la
guarda. A moverse un poco. Sortea unos palés de ladrillos y un montón de
arena, camina entre cascotes y restos de cemento seco hasta llegar al edificio.
En unos meses, cuando hayan instalado la electricidad, podrá pasar las noches en el interior
y hasta echar alguna cabezada en condiciones. Enciende la linterna y entra. La
escalera aún no tiene barandilla y sube con cuidado al primer piso. Va pensando
en sus hijos, en lo que les costará hacerse con un cuchitril como éste que
ahora ilumina. Lo perra que es la vida y el miedo que tiene de que ellos
también las pasen putas. No son más que unos chavales, pero ya ve el día en que
tendrán que plantarle cara al mundo. Que sean felices. Que no les toque a ellos
también ser unos desgraciados. Que vivan mejor. Que disfruten un poco. También
piensa en su mujer. Lo felices que se las prometían de novios y a lo que han
llegado. Ella fregando casas ajenas y él allí. Lo normal, sí, lo que le pasará
a la mayoría de estos jóvenes que andan follando en los coches. Ya verán, los
pobres, la que les espera. Entonces oye las voces. Para en seco, contiene la
respiración y afina el oído. Sí que oye voces. Son dos. Están arriba, en el
cuarto o el tercero. Se asusta y no se lo explica. ¿Quién? ¿Qué harán ahí? No
va a subir a comprobarlo. No, no va a subir a comprobarlo. Que venga la
policía. Sean quienes sean, él no va a jugarse el pellejo. No tiene sentido. Ni
que haya nadie arriba (¿qué pueden llevarse?) ni que él suba. ¿Y desde cuándo
llevarán ahí? Él ha empezado el servicio a las ocho de la tarde, después de
darle el relevo al compañero que había estado de servicio todo el día. O eso se
supone. ¿Habrá salido a alguna cosa y entonces han aprovechado para entrar? O no, puede que
hayan saltado la verja trasera y que hayan entrado estando ya él allí. Da igual,
no va subir. Irá hasta una cabina y llamará por teléfono a los maderos. «¿Sí?»
«Hola, buenas noches. Mire, soy el vigilante de las obras de la nueva zona
residencial. Llamaba porque es que hay alguien en el edificio.» No, sería
ridículo. ¿Para qué está él ahí? Dirá que son muchos, seis o siete. Que no
puede reducirlos solo. Entonces vuelve a oír las voces, esta vez más cerca. Le
invade el pánico pero consigue controlarse. Apaga la linterna y, lentamente, vuelve sobre sus pasos y comienza a bajar cuidando de no hacer ruido, pero a los pocos
pasos los nervios le traicionan y tropieza estrepitosamente con una carretilla y cae. Se ha
hecho polvo la tibia pero el miedo le impide emitir el aullido de dolor que un
golpe así conlleva, aunque bastante ruido ha hecho ya. Hostias, le duele, vaya
si le duele. Intenta incorporarse pero no puede apoyarse en la pierna. Ahora sí
que la ha jodido bien. Así que allí se queda, en el suelo, mientras las voces
siguen acercándose. Le van a ver, le van a ver, está tirado junto a la escalera.
Frenético, intenta arrastrarse, pero a duras penas consigue desplazarse unos
metros. Entonces se lleva la mano a la pistola y desenfunda. Tembloroso y fuera
de sí, encañona hacia el lugar de donde proceden las voces. Un segundo, dos
segundos, tres segundos que parecen siglos y ve la pequeña luz, y escucha los
pasos que empiezan a asomarse por el quicio de la entrada a la habitación en la
que se encuentra. Lo que no observa, cegado por el pavor, es que se trata de
una pareja de adolescentes que, carentes hasta de un pequeño coche,
probablemente vengan de hacerlo en el suelo. Sí, eso es. Es difícil verlo con
tan poca luz, pero vienen abrazados, el chaval alumbrando con un mechero y la
chica con algo que parece una manta bajo el brazo libre. Pero él no ve nada y
sólo sabe que no va a jugarse el tipo. Ya llegan. Ya ve las figuras. Entonces,
fuera de sí, presa del espanto, cierra los ojos y espera otro segundo, cierra
los ojos y, a la vez que se mea y se caga encima, dispara una y otra vez,
poseído, hasta vaciar el cargador sobre los dos bultos, alguno de los cuales
—aunque por probabilidad resulte prácticamente imposible— bien podría ser uno
de sus hijos.
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