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Déjate de correos electrónicos y de telegramas telefónicos y escríbeme una carta de las de antes, que el correo suizo funciona como sus proverbiales relojes. Todo lo que sean números (horarios, cuentas, dividendos, tantos por ciento, intereses, etc.) lo perpetran los helvetios con acerada precisión. El impersonal mundo de las cifras se les da de maravilla; no así el personal, prácticamente incapaces de entender las relaciones afectivas salvo en términos contractuales.
El grueso de la sociedad suiza es una tribu de reaccionarios con las necesidades básicas tan cubiertas como las otras, esas otras necesidades —valga la paradoja— contingentes, artificiales y consumistas de nuestros días. Es
ésta una sociedad adinerada y neutra, anímicamente gris, creativamente roma y castrada,
vitalmente fofa, apoltronada en su aislado bienestar, que funciona economicamente a las mil
maravillas a costa del dinero sucio del resto del planeta. La «más
avanzada democracia» (eso se dicen a sí mismos muy ufanos, y medio
planeta lo repite con ellos) funciona gracias a las malas democracias
mundiales.
Hoy
día hasta el apuntador sabe que gran parte de los impuestos que los
canallas del mundo no pagan en sus respectivos países terminan generando
riqueza aquí, aunque a nivel popular no sean más que las migajas
indirectas caídas de los banquetes de la banca suiza, pero esas migas
son lo bastante nutritivas —entre otras cosas y por ejemplo— para que un meteco como yo pueda vivir aquí mejor de lo que podría hacerlo en su propio país.
Para
ser neutral y que tus vecinos te respeten hace falta tanto ofrecerles
paraísos fiscales como contar con un ejército de campeonato. Como dice
Dürrenmatt, la neutralidad suiza es una estrategia, una pingüe y segura
estrategia: no alinearse con nadie te permite aprovecharte de todos,
gane quien gane y pierda quien pierda, sople el viento que sople.
Y lo que hoy hacen con los paraísos fiscales se parece en el fondo a lo que vinieron haciendo anteriormente, durante siglos, cuando la mayor fuente de sus ingresos procedía de la guerra ajena y se ganaban la vida como mercenarios, para el Vaticano, para tirios o troyanos, matando a sueldo a las órdenes del mejor postor. (A este respecto, he leído que se dieron repetidos casos en los que un suizo cobraba por matar en un bando y su hermano lo hacía en el contrario.) Bien mirado, ser mercenario o ser neutral comparten un rasgo esencial: ideológicamente te da igual ocho que ochenta, lo único que te preocupa es llenarte bien llenos los bolsillos.
Y lo que hoy hacen con los paraísos fiscales se parece en el fondo a lo que vinieron haciendo anteriormente, durante siglos, cuando la mayor fuente de sus ingresos procedía de la guerra ajena y se ganaban la vida como mercenarios, para el Vaticano, para tirios o troyanos, matando a sueldo a las órdenes del mejor postor. (A este respecto, he leído que se dieron repetidos casos en los que un suizo cobraba por matar en un bando y su hermano lo hacía en el contrario.) Bien mirado, ser mercenario o ser neutral comparten un rasgo esencial: ideológicamente te da igual ocho que ochenta, lo único que te preocupa es llenarte bien llenos los bolsillos.
Pero los tiempos duros tocaron a su fin para los suizos hace largas décadas. No por casualidad les sopla el viento en popa a toda vela desde las guerras mundiales. A diferencia de lo que hacían como mercenarios, enriquecerse a costa del robo ajeno mediante su banca no les emporca materialmente las manos, aunque sí les emponzoñe el espíritu.
Si
el suizo medio es lo que se suele decir «buena gente», Suiza es un país
desalmado. Aunque sería más exacto decir especialmente desalmado,
porque, al fin y al cabo, ¿qué país no lo es? Podrá haber ciudadanos
morales, pero no países; podrá haber algún ejemplar de homo sapiens con pruritos morales, pero no su especie.
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