
Por más que se intente es poco probable encontrar en la
obra de Equis algo más que el buen hacer de un fabricante de frases exquisitas
provisto de una ingeniosa incapacidad para la hondura. Dueño de una
artificiosidad tan vacua como esterilizante y de una adjetivación afectada y
exangüe, merece enteramente –y así se le reconoce sin reservas en todos los
rincones de los medios de comunicación– la palabra oficio. Joven manso,
su media docena de libros le avalan como un perfecto manipulador de palabras
que hace del lenguaje su deidad y que a ella se consagra con fervor, como todo
aquel que, expulsado de lo absoluto, rehuye encarar el desconcierto de nuestro
tiempo y busca el amparo de una nueva divinidad. Idólatra de los vocablos
(puede que el más dotado de las últimas hornadas), los venera por sí mismos, y
no por lo que significan. Estamos ante el prototipo de fanático de la forma
que, como todo creyente, olvida o no ve más que aquello que le seduce. Poseedor
de un excelente dominio de técnicas esclerotizadas, perito de un amplio
ramillete de procedimientos al uso, Equis es el ejemplar por antonomasia de
escritor obsesionado por el decir mismo, lo cual le permite obviar si tiene o
no algo que decir.
A fuerza de jugar con las palabras y de
manejarlas básicamente a cuento de sí mismas y accidentalmente al de algún
inane hilo argumental, este orfebre de gabinete logra privarlas de todo brío,
como si no hubiera nada detrás de ellas, ningún sedimento o poso de sangrante
realidad. Su prosa, lejos de ser un testimonio, recuerda un espectáculo
circense en el que todo el repertorio son caprichos de prestidigitador,
hallazgos de chistera y piruetas con red. Pura pirotecnia, al fin y al cabo, ya
que todo malabarismo verbal injustificado va en detrimento del vigor mismo del
lenguaje.
Filólogo puro en potencia, Equis,
inmovilizado por la tradición, carente de la fuerza y la vitalidad necesarias
para desembarazarse del lastre de su prestigiosa capacidad de taxidermista, se
obstinó desde muy joven en convertirse en escritor profesional («la pluma
todavía no ha empezado a procurarme unos ingresos holgados», declaraba sincera
y veladamente en su primer libro) a fuerza de buenas maneras y de perpetuar un
mundo trasnochado; y eso es, ni más ni menos, lo que ha conseguido. Tanto es su
apego a las antiguas formas y a la epidermis de la bohemia de otros tiempos,
que sus obras parecen salidas precisamente de la mano de alguno de esos
petimetres de principios del siglo pasado que le sirven de percha o pretexto para
escribir el número de páginas que haga falta. A diferencia de los grandes
creadores, que –como se suele decir– se adelantan a su tiempo, Equis, que
alcanza con creces la categoría de prosista merecedor de premios, ha conseguido
con sobrada soltura, con gracia de salón y con una envidiable capacidad de
trabajo, retrasarse cerca de cien años respecto al suyo.
Maravillosamente superficial, este
benjamín de lo exquisito evita a toda costa el menor pensamiento y prefiere
consagrarse al refinamiento que cae en lo tópico, en lo relamido, en la
momificación. Nos encontramos ante un arte vacío, como todo arte conformista y
oficial. Se trata de una muestra más de ese tipo de literatura que Sábato
denominara gratuita: un tipo de literatura que se decanta por el juego frente
al problema; por las palabras frente a la vida; por el acento estético frente
al metafísico; por la indiferencia frente a la preocupación; por la pompa
frente a la desnudez; por el espíritu cortesano frente al combatiente.
Si atendemos a la obra de ficción salta
a la vista que su autor es un individuo desprovisto de una versión del mundo
propia, de una verdadera visión de conjunto, lo cual no es mucho pedir a un
supuesto narrador que se precie. En cambio, a la luz de su obra periodística,
es patente (y sorprende en alguien tan joven, ya que es una tendencia
declaradamente de senectud) un conservadurismo de ralea oficial rayano en lo
escandaloso, si es que hay algo a lo que poder aplicar ese calificativo a estas
escandalosas alturas. Se trata de un conservadurismo instintivo, carente de
ideas o que sólo reproduce las pobres convicciones de siempre. Se puede ser
gloriosamente conservador, como lo fue Chesterton, o genialmente reaccionario,
como fue el caso de De Maistre, ambas actitudes a años luz de la de nuestro
autor.
Ante la carencia de temas vividos, el
escritor opta por los librescos. Y no podía ser de otra manera en quien tiende,
más que a la expresión, a la expresividad. A falta de contenido y de objeto al
que aplicarse, recurre a anécdotas y personajes prestados con los que construir
páginas correctas, relegando al novelista a la categoría de glosador de lujo.
El museo de frases que este modo de encarar la creación ofrece es de carácter
arqueológico. Pero el oficio sin pulsión o pathos desemboca en páginas y
páginas que no acumulan más que naderías bien dichas. Equis es un especialista
en libros que nacen de otros libros. Sólo el escritor dudoso parte únicamente
de la literatura; el escritor verdadero saca su materia más preciada de otra parte:
de sí mismo. La historia de la literatura no es literatura. La extenuación es
síntoma de bizantinismo.
Ya que para Equis la significación no
constituye una exigencia ni una obsesión en sí, sino un pretexto, su labor como
escritor es la de un equilibrista de la palabra que no se juega ante la hoja en
blanco más que su reputación como equilibrista. Equis es uno de los numerosos
escritores que tienen mucho que escribir y nada que decir y cuyas obras a lo
sumo son como edificios antiguos bien conservados y hermosos, pero en los
cuales nadie mora. Maestro de la elegancia, el adjetivo que más se ajusta al
estilo de este deportista de la adjetivación es el de aséptico. Refractario a
todo exabrupto y salida de tono, a toda intensidad o distensión, su estilo se basa
única y exclusivamente en el léxico, sobre todo en el epíteto, que como una
enredadera exterminadora oculta y aniquila en la sombra aquello que lo
sustenta: el sustantivo, la sustancia. Equis reduce el universo a las
articulaciones de la frase, hace de la prosa su única realidad. En sus libros,
las palabras, emancipadas de todo objeto de peso, son sonoridad en sí mismas,
exiliadas del exterior. Trágico autismo de una lengua arrinconada en su propia
muerte, ya que todo estilo propio –y por tanto vivo– se afirma contra el estilo
preceptivo.
Pero a pesar de todo lo dicho, o
precisamente por ello, Equis se ha erigido a sí mismo a pulso en el escritor
joven más laureado por la crítica oficial. ¿Y por qué cautiva a esta
institución?, nos preguntamos. Porque la crítica –es decir, los generadores de
opinión que ocupan regularmente y en su mayor parte los espacios impresos de
los suplementos culturales de prensa– ronda una edad media más que avanzada. No
es, pues, extraño que esos mismos críticos saluden con alegría la llegada de un
escritor que pretende escribir a la manera de sus clásicos de cabecera y que,
por tanto, les hace no sentirse fuera de lugar –que es donde están a todas
luces– y figurarse a la altura de los tiempos. En ambos casos, uno y otros creen
estar donde no están: la crítica, en la cresta de la ola; y Equis, en 1920.
Pero a diferencia de sus más directos mentores literarios, Equis no está viejo
sino envejecido. Por poner un ejemplo que ilustre la idea, cabe decir que
aquellos son un verdadero vino viejo frente al vino joven adulterado y
artificialmente envejecido que Equis representa.