Mira la mano con que escribo, la estructura de miles de billones de átomos creados en el útero de alguna estrella, ordenados a lo largo de cientos y cientos de milenios, incierto fruto del devenir, el azar y la inercia, ¿en cuántos seres vivos precedentes?, desde la primigenia célula que habitó el planeta hasta el hombre y la mujer que me engendraron.
Esta mano que avanza en el renglón del tiempo dejando un trazo leve de llagas y de cantos, de gratitud y de miseria, tan sólo comprensibles —en la brutal inmensidad desconocida, en la pátina de la existencia— por criaturas semejantes (como tú) en actitud y en impotencia, en fértil ignorancia.
Mira esta mano, la carne inteligente que algún día ha de volver a disgregarse, polvo en el incomprensible espacio y en las fuerzas donde el dolor y la conciencia ya no ocurran.
Esta mano, este común milagro que obedece a otro fugaz milagro que es yo (que soy más de lo mismo, congénere: el misterio diciéndose).
Mira esta mano, tú que aún miras; mírala saludarte como a un hermano mientras vamos todos, cada cual a su tiempo, sumiéndonos en el silencio.
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