El reaccionario sitúa la perfección en el pasado (el paraíso perdido) y el revolucionario en el porvenir (la utopía). Si uno la data al comienzo del tiempo, el otro la sitúa en sus postrimerías. El presente o es un fruto en descomposición o está aún demasiado verde, pero nunca jamás en sazón. Hambrientos de ideal, ambos talantes desprecian a su modo la vida, aunque justifiquen su nostalgia o su esperanza alegando precisamente un amor excesivo a la vida: altruismo, humanismo, en fin, excusas surtidas.
El reaccionario suele ser viejo y el revolucionario joven. Ambos culpan al mundo —irreversiblemente degenerado ya o todavía imperfecto— de su propia insatisfacción, cuando en realidad ocurre todo lo contrario: es su personal insatisfacción la que degenera o imperfecciona el mundo, tan inocente o culpable como quiera uno declararlo. Necesitados de ilusión, no ven lo presente; ansiosos buscadores de trascendencia, son incapaces de cualquier inmanencia.
Aunque parezca tara exclusiva del revolucionario, tanto el uno como el otro son fervorosos creyentes del llamado progreso, sea en el sentido que sea: hacia atrás el nostálgico, hacia delante el esperanzado. Ambos son partidarios del aspaviento.
No parecemos capaces de entenderlo. Meneo, y no avance; convulsión, y no transformación: la historia no se dirige a parte alguna; no se desplaza, sencillamente se agita. Los dioses han muerto. No hay destino.
En su conjunto, la humanidad es algo así como un saco de lagartijas incapaz en su totalidad de avanzar en sentido alguno, pero igualmente incapaz de quietud. El único posible movimiento de cada lagartija pasa por pisarle la cabeza al reptil vecino para intentar trepar y trepar hasta —en el «mejor» de los casos— encaramarnos hasta la cima de un pegote frenético, ciego y colectivo que entonces parece postrado a nuestros pies.
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