sábado, 11 de febrero de 2017

LA MÁS SERIA EMBESTIDA AL EGO




Carente de experiencia, imagino la paternidad como un modo de quedarse más o menos y definitivamente tranquilo y ocupado. 

Me imagino que un hijo debe de proporcionar una dosis considerable de fuerza, de paraqué y sentido. 

Un hijo tal vez sea en realidad la única razón válida para amar en carne y hueso el mundo. 

Un hijo es la mayor ligazón posible a la Tierra, a la materia. 

Un hijo es la más grande responsabilidad a la vez que la mayor de las satisfacciones. 

Un hijo puede ser tanto una salvación definitiva  como una cadena perpetua. 

Un hijo es una amputación a la vez que la prolongación de nosotros mismos. 

Un hijo es la manera más radical de no tratar a otro humano como un igual, ya que éste es siempre para sus progenitores más o menos que ellos mismos. 

Un hijo es un querido incordio y el más efectivo de los antídotos contra la soledad y el vacío existencial. 

Un hijo es traer a alguien nuestro a un mundo ajeno, y así hacer un poco más nuestro el mundo. 

Un hijo es el final de toda metafísica y el comienzo del pensamiento propiamente «físico». 

Un hijo te convierte en una especie de diosecillo, pero −¡ay ay ay!− sin omnipotencia, omnisciencia ni omnipresencia algunas.

Y yo no tengo experiencia. 


lunes, 6 de febrero de 2017

ODIAR EL PRESENTE



El reaccionario sitúa la perfección en el pasado (el paraíso perdido) y el revolucionario en el porvenir (la utopía). Si uno la data al comienzo del tiempo, el otro la sitúa en sus postrimerías. El presente o es un fruto en descomposición o está aún demasiado verde, pero nunca jamás en sazón. Hambrientos de ideal, ambos talantes desprecian a su modo la vida, aunque justifiquen su nostalgia o su esperanza alegando precisamente un amor excesivo a la vida: altruismo, humanismo, en fin, excusas surtidas.

El reaccionario suele ser viejo y el revolucionario joven. Ambos culpan al mundo —irreversiblemente degenerado ya o todavía imperfecto— de su propia insatisfacción, cuando en realidad ocurre todo lo contrario: es su personal insatisfacción la que degenera o imperfecciona el mundo, tan inocente o culpable como quiera uno declararlo. Necesitados de ilusión, no ven lo presente; ansiosos buscadores de trascendencia, son incapaces de cualquier inmanencia.

Aunque parezca tara exclusiva del revolucionario, tanto el uno como el otro son fervorosos creyentes del llamado progreso, sea en el sentido que sea: hacia atrás el nostálgico, hacia delante el esperanzado. Ambos son partidarios del aspaviento.

No parecemos capaces de entenderlo. Meneo, y no avance; convulsión, y no transformación: la historia no se dirige a parte alguna; no se desplaza, sencillamente se agita. Los dioses han muerto. No hay destino.

En su conjunto, la humanidad es algo así como un saco de lagartijas incapaz en su totalidad de avanzar en sentido alguno, pero igualmente incapaz de quietud. El único posible movimiento de cada lagartija pasa por pisarle la cabeza al reptil vecino para intentar trepar y trepar hasta —en el «mejor» de los casos— encaramarnos hasta la cima de un pegote frenético, ciego y colectivo que entonces parece postrado a nuestros pies.