sábado, 28 de noviembre de 2015

SEXO Y TRISTEZA


La furgoneta se mueve ligeramente arriba y abajo al compás de las embestidas. Aunque son más de las dos de la noche de un domingo invernal, de cuando en cuando pasa algún que otro transeúnte junto al automóvil. Las ventanillas empañadas, además de hacer de cortinas, confirman lo que el ligero vaivén de la carrocería hace suponer.
—¿Así? —pregunta el chaval, probando a moverse desde otro ángulo y separándose menos a cada sacudida, como queriendo que sus entrepiernas no dejen de estar en contacto ni una décima de segundo.
—Sí —miente ella, disimulando el dolor en la penumbra—, así está bien.
—¿Así te gusta? ¿De verdad?
—Sí, mi amor, sí.
Están en los asientos traseros. Ella debajo, medio desnuda y despatarrada, inerte, la cabeza le choca contra una de las puertas laterales con cada vaivén y con las manos amortigua los golpes, y él encima, encabritado, sudoroso y jadeante, los brazos en tensión, como dos pilares, contrayendo y endureciendo el culo a cada ida y relajándolo a cada venida.
—Te gusta así, ¿verdad? ¿Verdad que te gusta? —insiste él, acelerando el ritmo.
—Sí. Sí... Así.
—Tócame, tócame —gruñe él.
—Sí… Así… Ay… Así… —sigue correspondiendo ella. Y le agarra de las nalgas.
—¡Agj! ¡Agj! —los ojos cerrados, una mueca de éxtasis desfigurándole el rostro.
—Sí, sí —ella, con algo más de énfasis—, así… Sí… Sí…
—¡Aaaaagj! —sentencia el chico.
Y baja. Y se besan. Y se desploma sobre ella.
Al poco se separan. Ella le quita inmediatamente el preservativo y comprueba que no  tenga fugas. Él se queda tranquilo, satisfecho, desperezado, los ojos cerrados y los pantalones por las rodillas, jadeante como un animal, y se enciende un cigarrillo. Ella alcanza su bolso del asiento delantero, saca un pañuelo de papel y se limpia ocultando su asco, luego abre la ventanilla y lo tira. A continuación se sube las bragas, se baja la minifalda, se coloca un poco la blusa y se atusa con un retoque el matojo de pelo revuelto.
—Quita —le dice al chico.
Él da una calada y exhala el humo hacia el techo de la furgoneta antes de hacerle caso. Echa las piernas a un lado y deja que la chica pase al asiento delantero. Después vuelve a ponerse cómodo y da una nueva calada, y otra más, y al final lanza la colilla por la ventana.
—Así que te ha gustado ¿eh? —dice el chaval, empezando a subirse los calzoncillos.
Ella no dice nada, sigue pintándose los labios en el espejo retrovisor.
—¿No contestas? —apretándose el cinturón.
—Sí, sí, ha estado bien. —Se relame a sí misma, guardando el pintalabios. Después mira al frente y dice: — ¿Nos vamos?
El chaval pasa al volante y arranca la furgoneta mirando a la chica.
—¿Qué te pasa?
—No —dice ella—, nada. Que ya es tarde y ya sabes cómo es mi padre.
—Sí.
Por fin, da marcha atrás y —describiendo un cuarto de círculo— la furgoneta sale de la hilera de utilitarios aparcados en batería, frena, parece inmóvil un instante y luego vuelve a ponerse en movimiento en sentido contrario, hasta abandonar esa calle.
A los pocos segundos un inquilino de esa manzana que lleva ya rato buscando aparcamiento, llega, frena y ocupa el hueco.

  
  

domingo, 8 de noviembre de 2015

NEUTRALIDAD Y RIQUEZA




Déjate de correos electrónicos y de telegramas telefónicos y escríbeme una carta de las de antes, que el correo suizo funciona como sus proverbiales relojes. Todo lo que sean números (horarios, cuentas, dividendos, tantos por ciento, intereses, etc.) lo perpetran los helvetios con acerada precisión. El impersonal mundo de las cifras se les da de maravilla; no así el personal, prácticamente incapaces de entender las relaciones afectivas salvo en términos contractuales. 

El grueso de la sociedad suiza es una tribu de reaccionarios con las necesidades básicas tan cubiertas como las otras, esas otras necesidades valga la paradoja contingentes, artificiales y consumistas de nuestros días. Es ésta una sociedad adinerada y neutra, anímicamente gris, creativamente roma y castrada, vitalmente fofa, apoltronada en su aislado bienestar, que funciona economicamente a las mil maravillas a costa del dinero sucio del resto del planeta. La «más avanzada democracia» (eso se dicen a sí mismos muy ufanos, y medio planeta lo repite con ellos) funciona gracias a las malas democracias mundiales.

Hoy día hasta el apuntador sabe que gran parte de los impuestos que los canallas del mundo no pagan en sus respectivos países terminan generando riqueza aquí, aunque a nivel popular no sean más que las migajas indirectas caídas de los banquetes de la banca suiza, pero esas migas son lo bastante nutritivas entre otras cosas y por ejemplo para que un meteco como yo pueda vivir aquí mejor de lo que podría hacerlo en su propio país. 

Para ser neutral y que tus vecinos te respeten hace falta tanto ofrecerles paraísos fiscales como contar con un ejército de campeonato. Como dice Dürrenmatt, la neutralidad suiza es una estrategia, una pingüe y segura estrategia: no alinearse con nadie te permite aprovecharte de todos, gane quien gane y pierda quien pierda, sople el viento que sople. 

Y lo que hoy hacen con los paraísos fiscales se parece en el fondo a lo que vinieron haciendo anteriormente, durante siglos, cuando la mayor fuente de sus ingresos procedía de la guerra ajena y se ganaban la vida como mercenarios, para el Vaticano, para tirios o troyanos, matando a sueldo a las órdenes del mejor postor. (A este respecto, he leído que se dieron repetidos casos en los que un suizo cobraba por matar en un bando y su hermano lo hacía en el contrario.) Bien mirado, ser mercenario o ser neutral comparten un rasgo esencial: ideológicamente te da igual ocho que ochenta, lo único que te preocupa es llenarte bien llenos los bolsillos.

Pero los tiempos duros tocaron a su fin para los suizos hace largas décadas. No por casualidad les sopla el viento en popa a toda vela desde las guerras mundiales. A diferencia de lo que hacían como mercenarios, enriquecerse a costa del robo ajeno mediante su banca no les emporca materialmente las manos, aunque sí les emponzoñe el espíritu. 

Si el suizo medio es lo que se suele decir «buena gente», Suiza es un país desalmado. Aunque sería más exacto decir especialmente desalmado, porque, al fin y al cabo, ¿qué país no lo es? Podrá haber ciudadanos morales, pero no países; podrá haber algún ejemplar de homo sapiens con pruritos morales, pero no su especie.