lunes, 24 de agosto de 2015

EL OPIO DEL ESCRITOR


«Mierda de artista», Piero Manzoni (1961).

La religión nos consuela de nuestra certeza de la muerte, de la impotencia y de la pérdida. La ciencia a su vez nos convence de que en última instancia hay un sentido universal. Ambas manifestaciones culturales son útiles para la especie porque pretenden transcenderla, darle un más allá. 

El arte, en cambio, en el mejor de los casos, nos seduce sin más, sin cebos o caramelitos. El arte a veces, sólo a veces nos seduce sin falsas promesas. 

Pero otras muchas —Gil de Biedma dixit— nos convierte en presas de esa «antigua inclinación humana / por confundir belleza con significación». Gingsberg —valga como portavoz de otros muchos— decía lo mismo pero sin la menor pizca de ironía (ese imprescindible condimento mental): «El objetivo del arte es sacralizar la vida». 

He ahí, pues, otra forma de entregarse al consuelo y la trascendencia, que son los puntos de mira de la ciencia y la religión. 

El verdadero arte (es decir, el que a mí me interesa) consiste —lo dijo bien Bolaño— en «encarar y dar fe de aquello que nos aterroriza». 

El arte es útil pero no sirve a nadie.


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