miércoles, 20 de enero de 2016

CRUCIGRAMA SIN PREGUNTAS





1. Me pregunto qué más dará callarse la boca de una vez que seguir escribiendo. O tal vez sería más esclarecedor plantearse qué es lo que uno persigue aireando sus propios escritos. Parece que necesitamos reacciones a nuestros gritos y gemidos, que nos hace falta la opinión ajena respecto a nuestra existencia, sea para amoldarnos a ella (a su opinión) o para reafirmarnos en la nuestra. El caso del creador es peculiar porque él mismo se forja las reglas de su juego (eso que llaman estilo) y hasta cierto punto selecciona a su público, al menos tanto como éste le selecciona a él. 

Rimbaud por mucho que dejara de escribir siguió necesitando la atención ajena, aunque sólo fuera en charlas comerciales con canallas ramplones y para ejercitar su desprecio y despertar el ajeno (¡no se olvide que el desprecio es atención negativa!). Los kafkas y pessoas sabían que su público estaba por llegar. Las rabietas del Schopenhauer anterior al reconocimiento son un buen ejemplo de lo que pesa la losa del caso omiso hasta en las espaldas del más robusto. Y todo Nietzsche puede ser «interpretado» como la afonía crónica del que se pasa la vida desgañitándose y vociferando en vano «¡aquí estoy yo!»… Digamos que Nietzsche no perdió la razón sino la voz, que lo suyo no fue demencia sino verdadera afonía. 

Sea como sea, hasta los locos necesitan compañía; por eso se la dan a sí mismos. En rigor, escribir no sirve más que para acompañarse teatralmente a uno; y por añadidura —pero sólo despuéspara seducir y recibir admiración o devoción, que al fin y al cabo es la atención elevada a la enésima potencia, la perfecta hipnosis intelectual. La escritura es el fruto de un ego desbocado —es decir, liberado— al que no sacian sus interlocutores físicos (el tendero, el tertuliano de turno, la prole, su cónyuge, las o los amantes, el médico de cabecera, las amistades) y quiere pensar en voz alta, compartir sus ruiditos del alma, igual que el burro rebuzna, el lobo aúlla y pía el pajarillo. 

El escritor es un narciso inseguro que necesita que alguien más se asome al río a contemplar su reflejo. Pero hay una importante diferencia: el escritor elige qué es lo que refleja de sí mismo; no se exhibe directamente. Y no sólo el escritor, claro, lo mismo hace cualquier ser medianamente pensante. ¿Qué hace uno cuando conversa con alguien sino camuflarse y mostrarse a un mismo tiempo? ¿No es eso precisamente lo que hacemos cuando intentamos seducir a alguien? La escritura es el arte de vestirnos con palabras, de elegir día a día la indumentaria verbal en que más cómodos nos sentimos. 

Pero ¿para qué disfrazarme? ¿Por qué no adoptar un uniforme definitivo y despreocuparme de una vez por todas del maldito asunto? Sí, sería una opción, aunque dudo que me hiciera sentir mejor. Necesitamos gustar para gustarnos. La autoestima pura es escasa y delirante: ahí tenemos a Alonso Quijano, loco de atar y diciendo «yo sé quién soy» sin el menor asomo de duda, pero hasta él necesitaba a Sancho Panza. 

La escritura, en fin, es el único modo a mi alcance de lograr cierto equilibrio interior entre la realidad y el deseo, así como la mejor manera de sentirme inteligente en soledad, además de un pasatiempo barato y cómodo. 

2. En cuanto al «caso Biedma», cierto es que el cachondo sentimental dejó de dar en vida la vara escrita, entre otras cosas porque sentía tener —y sintió bien asegurada su progenie literaria, su caterva de acólitos, su porción de posteridad. Dejó de escribir, sí, pero se mantuvo activo en corros, círculos y circuitos literarios hasta prácticamente el final, ejerciendo desde su parcela de influencia personal y de poder editorial sobre lacayos y palafreneros. Así es fácil «callarse»; callarse así es, de hecho, ampliar la voz, elevarla, darle eco. 

Callarse de verdad consiste no en dejar de escribir sino de publicar, de reeditar, de confeccionar antologías y obras completas, reunidas o revueltas, de preparar publicaciones póstumas, de acudir a simposios, recitales, etcétera, de conceder entrevistas y de colaborar en prensa, de apadrinar a neófitos fervorosos que le otorguen a uno el título de precursor y maestro. No; callarse de verdad es desaparecer literalmente, en ambas acepciones del término. Biedma —y no es que yo tenga nada contra Jaimito, pero es el ejemplo que siempre se cita para estos casos de pseudoafonía crónica, además de un poeta de mi devoción ni cayó en el silencio ni hostias: sabía muy bien que cerrar el pico como lo cerró reportaría enormes beneficios a su imagen y obra. 

(A pesar de todo lo cual —y desviándome del tema de estos párrafos— creo que hay algo en la obra de Biedma que la hace válida y excepcional. Es una de las más logradas expresiones que conozco en lengua española de «la mala conciencia». Su cinismo es, digámoslo así, auténtico. Biedma fue un canalla que no se maquilló. Eso le salva. Eso hace que su voz valga. Todo lo demás dicho y construido en torno a él será pronto agua de borrajas. Lo que quedará de él será eso: la expresión de lo que Sartre llamaría «mala fe».) 

Si aceptamos que quizás hoy más que nunca el escritor deseoso de reconocimiento ha de convertirse en su propio asesor de imagen y preocuparse tanto por esa imagen como por su obra —puede incluso que más, entonces cae por su propio peso que el silencio de un escritor contemporáneo pasa primeramente por destruir esa imagen o al menos descuidarla hasta su desaparición.






sábado, 2 de enero de 2016

PRÍNCIPE VISIGODO QUE SE CONVIRTIÓ AL CATOLICISMO


 

Invierno. Madrugada de domingo. Zona industrial en la periferia. La mayoría de las fábricas descansa a la espera de un nuevo amanecer y otra semana. Calles desiertas y farolas, contenedores de basura, pasos de cebra sin peatones. No hay luna y hace viento y frío. El rumor, la presencia de la gran ciudad de fondo, su cúmulo de luces unidas en una sola luz parpadeante y difusa. Un poco más allá, edificios, calles, una barriada entera en construcción, perros que ladran y vigilantes de seguridad pasando frío. En los laterales de las avenidas recién bautizadas, coches ocupados por parejas sin cama, las ventanillas opacas por el vaho del esfuerzo. Algunos de estos coitos son el origen de los ciudadanos que habitarán los nuevos pisos y de la mano de obra que relevará a la actual en las fábricas. Más allá, al final de la calle, poco antes de entrar en campo abierto y en una de las obras menos avanzadas, un vigilante jurado tirita sentado en una caseta e intenta hacer el crucigrama de un periódico a la luz de una bombilla sucia y desnuda. Qué tendrá que ver tanta salvajada, tanta desgracia conmigo, con mi vida, se ha preguntado poco antes, tras hojear la prensa. Un presidente bombardea a otro. Un huracán asola Florida. Un nuevo terremoto se lleva por delante a trescientos desgraciados. Un albañil cae de un andamio, muere y ya no almuerza. Un padre de familia asesina a su mujer y a sus tres hijos y después se descerraja un tiro en la boca. Descarrila un tren y muere un centenar y medio. Dos niños muertos y seis personas heridas al ser incendiado su domicilio. Pero su vida sigue igual. A la vez, entre titular y titular, ha cenado. Ese día su mujer le ha preparado unas croquetas de pollo y una tortilla francesa. Frío no es lo mismo, pero tenía hambre. Después se ha servido una buena taza de café del termo, eso le ha ayudado a entrar un tanto en calor, y ha pasado a la sección de deportes. A un chaval de dieciocho años le van a pagar una millonada anual por patear un balón y él allí pasando seis de cada siete noches a la intemperie por setecientos míseros euros mensuales. Esto sí, esto sí tiene que ver conmigo, ha pensado, y no las desgracias y los conflictos raciales de no sé dónde. Ahora hace el autodefinido. La mitad de las preguntas ni las entiende, pero él lo intenta. Por matar el tiempo y por olvidar el espacio. País africano cuya capital es Bamako. ¿Y a quién cojones le importa eso? Azotaina, tunda. Príncipe visigodo que se convirtió al catolicismo. Ajedrecista español de la época de Pomar. Ni puta idea. Además está volviendo a quedarse helado y lo mejor será hacer una ronda y calentar un poco los músculos. Así que toma la linterna, se levanta y sale. Hace mucho frío. Se sopla las manos, las frota entre sí. Los dedos de los pies no los siente. Se mueve, se abraza a sí mismo y da unos cuantos pisotones antes de echarse a andar. Aunque está solo, se acerca a la verja y se ladea antes de bajarse la bragueta y mear. Humea la orina y chisporrotea al chocar contra la piedra. Ni un servicio me han puesto. El día que me entren ganas de… Se la sacude, la guarda. A moverse un poco. Sortea unos palés de ladrillos y un montón de arena, camina entre cascotes y restos de cemento seco hasta llegar al edificio. En unos meses, cuando hayan instalado la electricidad, podrá pasar las noches en el interior y hasta echar alguna cabezada en condiciones. Enciende la linterna y entra. La escalera aún no tiene barandilla y sube con cuidado al primer piso. Va pensando en sus hijos, en lo que les costará hacerse con un cuchitril como éste que ahora ilumina. Lo perra que es la vida y el miedo que tiene de que ellos también las pasen putas. No son más que unos chavales, pero ya ve el día en que tendrán que plantarle cara al mundo. Que sean felices. Que no les toque a ellos también ser unos desgraciados. Que vivan mejor. Que disfruten un poco. También piensa en su mujer. Lo felices que se las prometían de novios y a lo que han llegado. Ella fregando casas ajenas y él allí. Lo normal, sí, lo que le pasará a la mayoría de estos jóvenes que andan follando en los coches. Ya verán, los pobres, la que les espera. Entonces oye las voces. Para en seco, contiene la respiración y afina el oído. Sí que oye voces. Son dos. Están arriba, en el cuarto o el tercero. Se asusta y no se lo explica. ¿Quién? ¿Qué harán ahí? No va a subir a comprobarlo. No, no va a subir a comprobarlo. Que venga la policía. Sean quienes sean, él no va a jugarse el pellejo. No tiene sentido. Ni que haya nadie arriba (¿qué pueden llevarse?) ni que él suba. ¿Y desde cuándo llevarán ahí? Él ha empezado el servicio a las ocho de la tarde, después de darle el relevo al compañero que había estado de servicio todo el día. O eso se supone. ¿Habrá salido a alguna cosa y entonces han aprovechado para entrar? O no, puede que hayan saltado la verja trasera y que hayan entrado estando ya él allí. Da igual, no va subir. Irá hasta una cabina y llamará por teléfono a los maderos. «¿Sí?» «Hola, buenas noches. Mire, soy el vigilante de las obras de la nueva zona residencial. Llamaba porque es que hay alguien en el edificio.» No, sería ridículo. ¿Para qué está él ahí? Dirá que son muchos, seis o siete. Que no puede reducirlos solo. Entonces vuelve a oír las voces, esta vez más cerca. Le invade el pánico pero consigue controlarse. Apaga la linterna y, lentamente, vuelve sobre sus pasos y comienza a bajar cuidando de no hacer ruido, pero a los pocos pasos los nervios le traicionan y tropieza estrepitosamente con una carretilla y cae. Se ha hecho polvo la tibia pero el miedo le impide emitir el aullido de dolor que un golpe así conlleva, aunque bastante ruido ha hecho ya. Hostias, le duele, vaya si le duele. Intenta incorporarse pero no puede apoyarse en la pierna. Ahora sí que la ha jodido bien. Así que allí se queda, en el suelo, mientras las voces siguen acercándose. Le van a ver, le van a ver, está tirado junto a la escalera. Frenético, intenta arrastrarse, pero a duras penas consigue desplazarse unos metros. Entonces se lleva la mano a la pistola y desenfunda. Tembloroso y fuera de sí, encañona hacia el lugar de donde proceden las voces. Un segundo, dos segundos, tres segundos que parecen siglos y ve la pequeña luz, y escucha los pasos que empiezan a asomarse por el quicio de la entrada a la habitación en la que se encuentra. Lo que no observa, cegado por el pavor, es que se trata de una pareja de adolescentes que, carentes hasta de un pequeño coche, probablemente vengan de hacerlo en el suelo. Sí, eso es. Es difícil verlo con tan poca luz, pero vienen abrazados, el chaval alumbrando con un mechero y la chica con algo que parece una manta bajo el brazo libre. Pero él no ve nada y sólo sabe que no va a jugarse el tipo. Ya llegan. Ya ve las figuras. Entonces, fuera de sí, presa del espanto, cierra los ojos y espera otro segundo, cierra los ojos y, a la vez que se mea y se caga encima, dispara una y otra vez, poseído, hasta vaciar el cargador sobre los dos bultos, alguno de los cuales —aunque por probabilidad resulte prácticamente imposible— bien podría ser uno de sus hijos.